Ignacio vende dos encendedores por ocho pesos. Tiene 48 años y viaja desde Tlaxcala todos los días, aunque nació en Zacatlán. Vive con su madre. Él, como muchos invidentes más, conforma un grupo social muy específico cuyas dinámicas suceden en el Centro Histórico de Puebla.
¿Y a qué chingadas dinámicas me refiero? Básicamente son: ser maltratados por conductores del servicio de transporte público que están obligados a no cobrar a los invidentes, por lo que les ignoran en las paradas. Dinámica de la compasión, sea nombrada, pues, la compasión de quien se atreva a saludar a un invidente y ofrecer ayuda. Los conductores desprecian a quienes ayudan a los invidentes. Les molesta tener que estar pendientes y avisarles cuando deben bajarse del transporte.
Alguna vez platiqué con un hombre con estas características, y con vehemente paciencia me platicó que como no se bajen en el punto de referencia para poder guiarse, se encuentran en un gran problema.
Dinámicas, continuemos; los invidentes del centro de Puebla también necesitan cruzar la calle y siempre aceptan ayuda de quien tenga el corazón para ofrecerla. Dinámica del peatón empático.
Algunos de ellos son más hábiles que otros, y hay quienes tienen un mapa perfecto y claro de la Ciudad de Puebla dentro de su mente y memoria. ¿Qué es la memoria para un invidente? Todos ellos se platican y se conocen, se guían. Los mejor adaptados generalmente van al frente, y aquellos más indefensos les siguen tomándoles un trozo de ropa, la mano, o siguiendo un tarareo, camino a la esquina de la calle donde cantarán por algunas monedas.
El reciente terremoto desenterró nuestra ceguera y nos devolvió la vista a los demás, momentáneamente. Casas destruidas y la verdadera osteoporosis de la Ciudad, producto del olvido y desatención de sus hijos ciudadanos salieron a relucir. Todo como si fuera la catarsis metafísica más pura: desmoronarnos como personas para conocer nuestros verdaderos castillos y la fuerza de nuestras vigas más íntimas. Generaciones enteras migraron sus vidas e historias, las empacaron y subieron a camionetas viejas y diablitos de galerías con libros que nunca se leyeron.
Dentro del caos y desentierro que el temblor legó, vino el repentino recuerdo de los ciegos que no pudieron caminar más por las banquetas acordonadas que nos obligan a todos a caminar sobre el mismo asfalto sobre el que circulan aquellos que siguen pensando que se debe tener un automóvil en el centro de una ciudad.
Esos invidentes no volvieron más a Puebla, pues en esas banquetas están las guías para invidentes en el suelo y los nombres de las calles en Braille. Esos ciegos no pueden caminar más en el centro de Puebla, no es suficiente que les ayuden a cruzar o a tomar un autobús. Ahora hay que protegerles de los trozos de techos que caen por doquier.
En su ausencia se han hecho más visibles que nunca.
Hoy por la mañana caminé un par de cuadras y me encontré que las cintas precautorias se van deshaciendo con el agua y el sol y el frío, y por qué no, el olvido que nos alcanzará otra vez. Tal vez fue por eso que vi a uno de ellos volver, bastón en mano, airado y confiado en que no habría más acordonamiento y fachadas apuntaladas. El hombre iba con la mano estirada, intentando tocar un muro invisible, preguntando si alguien podía escucharle. La ceguera auditiva ha vuelto, pensé.
Tal vez esos ciegos, como Ignacio, son en realidad la manifestación de nuestra ceguera dentro de una ciudad que fallece y no tiene intención de rejuvenecer.
El temblor nos devolvió la vida, y el tiempo nos la volvió a quitar.