Este 10 de julio el Congreso Nacional-cámara legislativa hondureña- a través de su presidente, Mauricio Oliva, ha entregado el Premio Identidad Nacional 2018 al cineasta “catracho”, Hispano Durón, reconocido director de dos producciones cinematográficas nacionales: Anita, la cazadora de insectos (2002) y Morazán (independentista hondureño, (2017).
Placa y medalla han sido el reconocimiento entregado en Gracias, Lempira, una occidental ciudad del país centroamericano, conocida por una vibrante promoción de la cultura e identidad locales; en el contexto de la conmemoración el 20 de julio de cada año al líder indígena independista contra la invasión española, Erandique, conocido comúnmente como “Lempira”.
El evento se llevó a cabo en el marco de un congreso móvil del poder legislativo, que de forma permanente sesiona en Tegucigalpa, capital de la república. El homenajeado ha estudiado dirección de cine y televisión en Cuba; además antropología visual y filosofía en cine en universidades estadounidenses.
Para empezar, el premio debe convertirse sin lugar a dudas en un incentivo emocional que impulse el despegue del séptimo arte en Honduras, una industria cultural que se ha mantenido adormitada a raíz de la baja cuota de producciones nacionales; pero además a falta de una legislación nacional que permita fomentar e impulsar la cinematografía local, en un país -que a lo largo de la historia moderna- ha tenido una avalancha de cine internacional, lo cual debe entenderse por la falta de una identidad propia que permita revalorizar la cultura y valores nacionales. Un ejemplo de ello es la vigorosidad de la cultura e identidad mexicana, mismas que a través del tiempo han sido admirados por distintos estratos sociales de la hondureñidad.
En ese sentido, pienso y creo que a nivel de la institucionalidad hondureña se están dando los primeros pasos a raíz del proceso actual de estudio y discusión que se dio esta semana de una ley de fomento al cine hondureño. Es entendible que el recurso humano formado es mayor al de antaño, lo cual debería presuponer una normativa moderna que se adecúe a estándares internacionales de calidad y promoción del arte y cultura a través del cine.
Por otra parte, el éxito de las producciones nacionales en cine creo que pasa por una vigorosa adhesión a los valores identitarios nacionales, dañados por diversos antivalores político-sociales como la corrupción, falta de confianza en el talento nacional y el egoísmo que permea en distintos sectores de la sociedad hondureña; además de la predominancia de industrias culturales externas en el consumo de las diversas audiencias. De manera tal que, en todo este proceso debe jugar un papel clave el sector educativo en sus diversos niveles, a fin de revertir el ambiente de pesimismo y baja autoestima que aflige y ha colonizado la mente de los ciudadanos.
Bajo mi punto de vista, este premio puede convertirse en un parteaguas que facilite la incorporación de nuevas figuras hondureñas a la comunicación cinematográfica, en un país en donde de acuerdo al homenajeado en el 2017 hubo una producción de 12 películas, lo cual, según afirmó “nos colocó en el primer lugar en volumen de producción en Centroamérica, pero necesitamos un impulso para crecer”.
El ímpetu es evidente en los cineastas hondureños y el mismo debe reflejarse en la consolidación del cine nacional a través de una robusta cohesión entre productores, empresarios, políticos y cinéfilos, que paralelamente -como en todos lugares del planeta- servirían como motores de propulsión a la llamada “industria sin chimeneas”.
En definitiva, pienso que el cine, como una memoria histórica y colectiva que es, debe convertirse en una herramienta comunicativa al alcance de la ciudadanía -marginada o no- a fin de reconstruir los eventos que dieron paso a la creación de las sociedades o repúblicas, a fin de consolidar las identidades nacionales, para contribuir a la prevención de las secesiones que progresivamente destruyen el sentido de pertenencia a determinado país o territorio.