Probablemente, cuando escuchamos la palabra patrimonio, la mayoría de nosotros la asociamos con aquellos bienes que poseemos y usufructuamos; entiéndase nuestra vivienda, automóvil, algún negocio, etc. Pero pocas veces relacionamos esta palabra con la herencia histórica que está presente, y que todos los días contemplamos sin reparar demasiado en ello.
Estoy hablando del patrimonio histórico-cultural de nuestro país. Seguramente en este punto, muchos de nosotros ya estemos pensando en pirámides, monolitos, códices y demás vestigios arqueológicos, lo cual resulta del todo acertado; empero, el patrimonio rebasa el legado de nuestras culturas originarias.
Si bien la riqueza del mundo prehispánico es reconocida, y afortunadamente la arqueología nos sigue sorprendiendo con sus hallazgos, debemos ampliar el horizonte temporal cuando hablamos de esa herencia material e inmaterial que nos preciamos de tener.
Por ello, es importante hacer nuestro ya recurrente viaje en el tiempo y detenernos en el año de 1821, momento de la consumación de la Independencia. Debemos decir que a partir de ese momento y por lo menos hasta 1921, México se preocupó y ocupó en construir su imagen e identidad, la cual privilegió el legado mesoamericano. La historia patria hizo uso de la majestuosidad del mundo prehispánico y proyectó, con gran éxito, esa imagen al mundo. Cómo olvidar el imponente pabellón mexicano en la Exposición Universal de París de 1889.
Durante aquel primer siglo de vida independiente, hombres y mujeres que arribaban a nuestro país se sorprendían de aquellas obras que daban cuenta de una historia milenaria que se mantenía vigente a través de las prácticas, ritos y tradiciones populares. Los gobiernos en turno ayudaron a reforzar esa herencia e intentaron olvidar el pasado más inmediato, o sea, los tres siglos de dominación española.
Cuando de historia se trataba, había un tiempo casi sin descubrir, o del que se tenía muy poco que decir. En la cronología de los mayas y la Triple Alianza se daba un salto a la guerra de Independencia. Esto no debe sorprendernos, pues la historia patria no sabía cómo incluir ese tiempo no mexicano. Incluso en el Centenario de 1921, aquel otro festejo que ahora fue presidido por los gobiernos emanados de la Revolución, las conmemoraciones incluyeron el certamen de la “La India Bonita”, organizado por el diario El Universal.
De ese reconocimiento de “lo mexicano” surgieron también los íconos de nuestra cultura: el indio, el charro, la china poblana y un largo etcétera que incluye al muralismo mexicano y a la propia Frida Kahlo. Pero la historia nos ha ayudado a ampliar horizontes y a la lista de vestigios arqueológicos se incluye ahora a la arquitectura virreinal. Palacios, iglesias, haciendas, conventos, colegios y casonas se suman a esta lista patrimonial.
El “Encuentro de dos mundos” dejó de ser una leyenda negra y se asumió como parte de nuestra identidad. El arte y su estudio también ayudó a reconocer esas expresiones que no dejaban de ser mexicanas por haberse concebido en los siglos en que la Nueva España formó parte del imperio global más extenso y longevo de la historia.
Más aún, a nuestro patrimonio se sumó también la obra de los siglos XIX y XX. Hablo, por ejemplo, del Palacio de Bellas Artes, del Monumento a la Revolución y de los ferrocarriles. En el arte, el ya mencionado muralismo y los artistas de la ruptura, como José Luis Cuevas, asimismo obran ya en el catálogo patrimonial.
Pero también están el icónico puerto de Acapulco y esos lugares emblemáticos como Xochimilco. La lista, al día de hoy, es pues innumerable, lo cual nos debe causar orgullo y admiración. Pero nuestra dilatada herencia es presa, en número elevado, del descuido y la falta de atención. No son pocas las noticias que hemos tenido de destrucción del patrimonio, sea incluso el ecológico o el derivado del boom inmobiliario.
También debemos mencionar, por lo menos, otros dos tipos de patrimonio; a saber, el documental y el asociado a nuestras tradiciones. Hace poco escuchamos hablar de la propuesta de Ley General de Archivos y cuando viajamos es común encontrar los calificativos de “pueblo mágico” en distintas coordenadas de la República.
Esto, acaso, ha rebasado a las instituciones responsables del resguardo, cuidado y mantenimiento de nuestro patrimonio. Cómo olvidar el escandaloso trabajo de restauración de la estatua de “El Caballito” que derivó en una severa crítica a las autoridades. Para nuestra tranquilidad, hace pocos días la estatua volvió a lucir su esplendor. En el caso de nuestras tradiciones, la lista es infinita.
Desde los rituales asociados a las creencias religiosas, pasando por nuestra cocina y las artesanías, la riqueza mexicana no tiene comparación. Sirva de ejemplo nuestro Día de Muertos, que ha merecido mención y recreación, más o menos apegada a la realidad, en innumerables piezas fílmicas.
Lo cierto es que si miramos con atención, todos los días encontraremos ejemplos claros de nuestro patrimonio y es importante que seamos sensibles no sólo a su existencia, sino también a su necesidad de protección y cuidado. Estos testigos materiales de nuestra historia nos dotan de identidad y nos recuerdan quiénes somos, lo que hemos sido capaces de construir y la grandiosidad de nuestra cultura.
Los invito a que cuando recorramos calles, visitemos algún museo o nos encontremos con alguna procesión, intentemos descubrir esa esencia de “lo mexicano”.
Como de costumbre, los invito a las actividades que realiza la Academia Mexicana de la Historia, en particular a las sesiones de la Cátedra de Patrimonio Histórico-Cultural de México “Rafael Tovar y de Teresa” que tienen lugar el segundo lunes de cada mes.

Estudió la licenciatura en Economía en la Facultad de Economía-UNAM; cursó la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras-UNAM y realizó el doctorado, también en Historia, en El Colegio de México. Se desempeña como secretaría técnica y coordinadora de contenidos docentes de la Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid, A.C.