Primer semestre de medicina y nuestros nervios estaban a flor de piel. La universidad estaba cubierta de ladrillo, con pequeñas jardineras en cada esquina. Hombres y mujeres deambulaban por los pasillos vestidos de blanco con el rostro tenso y carpetas bajo el brazo.
A lo lejos, figuras delgadas corrían de puntitas alrededor de la piscina formando una hilera de color naranja, para después zambullirse en el agua. Seis de ellas mantenían el cuerpo extendido perpendicularmente a la superficie, las otras dos, formaban un ángulo de noventa grados, con el cuerpo en posición vertical y una pierna extendida hacia adelante. Una estrella de mar danzante. Una de mis compañeras me golpeó con el codo en las costillas. Mi grupo se había adelantado.
Al terminar la presentación del guía, bajamos por una rampa hacia la primera clase, mientras caían pequeñas gotas de un cielo encapotado. Nos esperaba un señor, de aproximadamente sesenta años para abrir una puerta negra metálica. Es como la entrada a una bodega, susurró uno de mis compañeros.
En el interior del auditorio había pupitres de madera clara, colocados en semicírculo sobre lo que parecían gradas forradas de una alfombra color vino. En los extremos, dos rampas del mismo color, con cuerpos apilados sobre mesas de acero. En la «orchestra», dos cuerpos en decúbito dorsal sobre camillas, tapados del torso para abajo con una sábana blanca.
Minutos después de haber entrado, se presentó otro señor, alto, canoso, con lentes de armazón dorado, pantalón negro y bata blanca. Acarreaba una mesa de metal con tijeras, escalpelos, pinzas y otros materiales encima de un papel azul.
Yo me había sentado en la hilera de atrás junto con otras cuatro estudiantes para presenciar mejor la disección.
Hombre…
Sesenta y siente años…
No hay objetos de uso personal… Cabello rizado…
Edéntulo…
Con pigmentación en la piel… Incisión en forma de “Y” en el pecho…
Desde los hombros hasta el esternón…
Análisis de los órganos de la cavidad abdominal…
Al finalizar la clase, subí la rampa con mis compañeras, pasamos por una jardinera, cruzamos un patio y nos dirigimos hacia la salida. Atrás de la universidad se encontraba un parque, ahí, recargamos la espalda en una pared del mismo color que la alfombra del anfiteatro que quedaba justo en la cancha de basquetbol; el piso era de concreto y enfrente, un jardín resplandeciente rodeado de cedros del Himalaya y cipreses. Ellas, platicaban. Yo, miraba el cielo despejado.
Llamas. Un objeto blanco del tamaño de un alfiler se había convertido en una cabina de mando en llamas y caía en picada en dirección a nosotros. Nadie se inmutó. Cerré́ los ojos. Segundos. Estruendo. Gritos. Abrí los ojos.
Humo. El humo ocultaba las siluetas de aquellas mujeres que corrían de un lado a otro. Pedazos de tronco incendiándose. Silencio pesado. Decidí́ voltear. Una de las partes del avión se había clavado en la pared, succionando las extremidades inferiores de una de mis compañeras. Obstrucción de cualquier movimiento. Los órganos del tórax al aire. Sus ojos en los míos.
Una casa de un piso, muebles de madera, paredes de color beige y señoras sentadas en la cocina. Murmullos a través de la puerta. En la sala, mis compañeras se encontraban discutiendo sobre la disección que habíamos observado en la primera clase. El profesor es viejo, pero tiene algo de atractivo, decía una. Fue asqueroso cuando levantó las manos y los guantes estaban ensangrentados. Entonces, la medicina no es para ti, contestó la otra.
Yo me encontraba en la habitación junto a la sala, la conversación atravesaba las paredes.
Volteé a verla. ¿Entonces, quieres morir? le pregunté. Mi compañera se encontraba acostada sobre las sabanas. Su cuerpo en perfectas condiciones. Vestía un camisón blanco, limpio. Ningún rastro del accidente. Eso es lo que he estado esperando toda mi vida, respondió́ finalmente. Eso es lo que quiero.
Nuestro profesor había entrado por la puerta. Vestía totalmente de negro.
¿Todo está́ listo? me preguntó.
Sí. Contesté
Me levante de la silla y cerré́ la puerta de mi cuarto. El cadáver permaneció́ encima de mi cama. Mis compañeras lloraban en la sala, las señoras lloraban en la cocina.
Yo, viajaba de regreso a no sé donde, con la ventana del auto abierta y el aire sobre mi rostro.