Un día, sentado frente a la barra de cierto bar, un cineasta me explicó la teoría del fútbol del cine mexicano. En pocas palabras, me dijo que el cine nacional, y que más tarde aplicaré al verdadero tema de este artículo que es la cultura, sí puede acceder a instituir una escuela o corriente propias.
Siempre y cuando se aplicara lo mismo que César Luis Menotti, ex entrenador de la selección mexicana de fútbol en los 90, comentó en alguna entrevista sobre su fórmula para elevar el nivel del juego de la selección tricolor: “provocar la incertidumbre y relajación en el equipo contrincante por medio de pases inciertos y un aparente caos. Una vez que los contrincantes bajaran la guardia, el tricolor ejecutaría el movimiento clave: pasar la pelota a Hugo Sánchez”.
Lo anterior aplica al cine, y posiblemente también a la cultura en México, en el aspecto de la institución cultural moderna en tiempos en que la estética de nuestra realidad está bocetada por el discurso de la desigualdad, la ineludible pobreza y la tragedia de la desposesión.
Para hablar de cultura hay que ponernos de acuerdo primero en torno a qué significa esa palabra tan utilizada en nuestro país que se ha convertido en un cliché. Es un discurso regular la idea de la cultura tan vasta en México, sus colores, tradiciones…, sí, tradiciones que se venden empaquetadas, bajo procesos y en estructuras de fomento turístico que impulsan el enriquecimiento de empresas extranjeras.
La cultura de la que hablamos no es la que intentan preservar nuestros pueblos indígenas, no es la cultura de nuestras familias, es un modelo de vida impuesto desde otros intereses más profundos.
Francisco H. Sotelo, en su libro “Diccionario edificante y vulgar” (2017) citando a Georg Steiner enuncia:
Hoy nos damos cuenta de que los extremos de histeria y de salvajismo colectivos pueden coexistir con una conservación simultánea y, más aún, con un desarrollo adicional de las instituciones, y las burocracias y los códigos provisionales de la gran cultura. En otras palabras, las bibliotecas, museos, teatros, universidades, centros de investigación, dentro y por medio de los cuales tiene lugar primordialmente la transmisión de las humanidades, pueden florecer junto a los campos de concentración.[1]
Definiciones como las de la UNESCO, definen a la cultura como “la capacidad de reflexión sobre sí mismo: a través de ella, el hombre discierne valores y busca nuevas significaciones”[2]; el universo de actitudes, tradiciones, colores, sabores, miedos colectivos, euforias transmisibles, esperanzas multitudinarias, contribuye a generar un escenario tangible y observable que nos ajusta dentro de un contexto y nos obliga a distinguir, como se ha dicho, la propia identidad.
La cultura sirve entonces, para legitimarnos; reconocernos dentro del gran ideario que se metamorfosea todos los días dentro del auge del globalismo. Globalismo, así es. Sostengo que la globalización ha perecido, pasado de moda. Lo siguiente sería el Heliosistematismo, pensando en la estandarización de culturas diversas, no a nivel planeta, sino sistema solar.
¿Y quién se encarga de poner orden y sistematizar todo ese compendio de patrimonio histórico, artístico, estético y espiritual que somos los mexicanos a través de cómo somos? Sería ilógico pensar que el estado, como figura reguladora y protectora de los derechos básicos de los habitantes del mundo, sea también una instancia político – gubernamental que regule los procesos culturales y manifestaciones artísticas de nuestro país.
Sin embargo, todos estos procesos en su naturaleza más evidente requieren si no una regulación, una sistematización profunda en cuanto a la comprensión de los campos que afectan y de los actores que intervienen realmente en el quehacer cultural de México.
“Institución” es un vocablo que significa originar, fundar, basar en. De ahí que una institución cultural, a mi entender, es, o debería ser, una figura tan operativa y dinámica como sus inventarios requieran, cuya misión sea preservar, difundir, impulsar, desarrollar y multiplicar las manifestaciones culturales en todas sus expresiones, no únicamente artísticas, pero sociales y económicas también.
En México recientemente la organización de la institución cultural ha sido reestructurada debido a la desaparición de CONACULTA (ahora Secretaría de Cultura), antes Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, instaurado por el expresidente Carlos Salinas de Gortari en 1989[3], poco después de la creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA).
Esto, en aras de la modernización que inició Miguel Alemán y culminó Salinas de Gortari con varios golpes de timón en el país, incluyendo la institucionalización del arte y la cultura en México, abriendo el camino a la profesionalización técnica y tecnológica aplicable a dichos ámbitos, pero abriendo una caja de pandora en términos de administración pública, legislación de políticas culturales, y temas hacendarios.
En la segunda parte de esta entrada, exploraremos la conveniencia de la creación de la Secretaría de Cultura y cuáles podrían ser los inconvenientes de que una institución gubernamental concentre los esfuerzos para promover, financiar y difundir la cultura mexicana.
Referencias
[1] Francisco H. Sotelo, investigador de la Universidad Autónoma del Estado de Puebla, publica “Diccionario Vulgar y Edificante” en 2017, una tropicalización del libro “El Diccionario del Diablo” de Ambrose Bierce. La referencia hacia Georg Steiner (págs. 56-57) y su libro “En el Castillo de Barbazul”.
[2] http://definicion.de/cultura/
[3] http://laisladeprospero.blogspot.mx/2012/05/el-fonca-y-el-estimulo-la-creacion.html?spref=fb