A lo largo de la historia, las sociedades han regulado el comportamiento de los individuos que las integran mediante símbolos, representaciones y códigos. El mejor ejemplo de esto, como lo hemos venido comentando en las dos entregas pasadas; es el bien y el mal, personificado en Dios y los demonios.
En última instancia, esto ha permitido reconocer y censurar aquellas acciones que atentan en contra del orden establecido. Sumado a ello, el cielo y el infierno han proporcionado respuestas a lo desconocido, pues en nuestra naturaleza impera la necesidad de dotar de certidumbre nuestro entorno y cuando algo nos resulta ajeno o ignoto, qué mejor que ofrecer una explicación que raya en lo “sobrenatural”.
Asimismo, debemos tener presente que las religiones, principales difusoras de la dualidad bien/mal, no solamente reflejan la realidad de su tiempo, sino que han guardado estrecha relación con la política, entiéndase el Estado.
Debemos comentar que para este tema nos hemos servido del cristianismo, empero, todas las religiones nos ofrecen la misma codificación tendiente a promover lo “bueno” y rechazar lo “malo”. Hecha esta aclaración, tengamos en mente que el demonio hizo su aparición en el siglo XII y que ya en el siglo XV se consolidó como ese ser maligno por excelencia, aquel que quitó el sueño y atemorizó a las sociedades de la Edad Media, ese que incluso justificó guerras y conquistas en aras de la expansión de la fe. Pues bien, un siglo más tarde todo cambió.
Enrique VIII y Carlos V marcaron una pauta que trascendió al papado, o sea al representante de Dios en la tierra. ¿Qué sucedió? Inglaterra rompió con Roma y en Alemania apareció la crítica de Martín Lutero, quien puso de manifiesto todas las perversidades de la Iglesia. En resumen, fue un siglo de cuestionamientos, y con Roma en medio de ellos, las guerras tuvieron menos posibilidad de negociación y, por ende, los imperios requerían de mayores recursos para financiar los conflictos.
Sumado a esto, tenemos en la escena al Nuevo Mundo, por ello, la historiografía pone de manifiesto que el descubrimiento fue una enorme posibilidad para las órdenes religiosas. Tenían ante ellas a una población que precisaba con urgencia del pasto espiritual.
Es por esto que no dudaron los religiosos de todas las latitudes en embarcarse a lo desconocido. Había campo fértil para llevar la figura del demonio a atemorizar a los nuevos súbditos. Los siglos XV a XVIII se caracterizaron por grandes persecuciones, el Tribunal del Santo Oficio jamás tuvo tanto trabajo, pues acaso convenga recordar que más allá de la tortura, una causa de fe ameritaba el embargo de los bienes del procesado. Es decir, una forma de represión al empoderamiento que, en menor y mayor escala, había posibilitado el surgimiento de los reinos americanos.
Por lo anterior, no debe sorprender la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, tampoco debe ser extraña la beatificación y canonización de santos Americanos. Los símbolos permitían la asimilación de la religión, el sincretismo religioso facilitó la doctrina y todo esto derivó en ingresos contantes y sonantes para el Rey y el Papa. El cielo y el infierno eran moneda de cambio. Pero como la religión y la política guardan sincronía, la escisión de 1808 tuvo repercusiones. Ahora los territorios administrarían a sus propias Iglesias y se hizo presente, con mayor vigor, algo que siempre había existido: la religiosidad popular.
Para el siglo XIX el mundo se había transformado. Los estados-nación se secularizaron. Hubo una fractura irreparable que reforzó el derecho positivo. Ahora el castigo no venía al momento de la muerte. Las cárceles fueron una suerte de purgatorios terrenales. Las sociedades ya no salían a las calles al escuchar al predicador en medio de la noche. El demonio acaso nunca fue más real. Guerras, genocidios, regímenes autoritarios y una sociedad de consumo dieron cuenta de los nuevos adeptos del diablo.
Con más fuerza que nunca, en el siglo XX, la demonología se transformó en misas negras, cultos demoníacos o imágenes de fantasía como las retratadas por H. P. Lovecraft (autor del Necronomicón). Los años 60 y 70 del siglo XX asociaron el consumo de sustancias psicotrópicas a la posibilidad de contacto con seres oscuros. Muchos crímenes famosos también siguieron siendo relacionados con la intervención directa del diablo, sirva de ejemplo el caso de Charles Milles Manson.
La cultura popular también identificó en la música, arte, literatura y cine al ser maligno. Clásicos como A Nightmare on Elm Street; Friday the 13th; Hellraiser; e incluso la denuncia a la banda inglesa Judas Priest por incitar al suicidio; o la imagen del grupo Slipknot, nos dan cuenta de esta nueva asimilación del mal. El demonio se multiplicó y diversificó siguiendo la economía de mercado.
Si bien todo esto supuso que el demonio permaneciera en el imaginario, lo cierto es que la violencia, crueldad, maldad y todas esas características humanas que dotaron de sentido al ser maligno de la Edad Media, ahora más que nunca están de vuelta y presentes en nuestro día a día. Lo terrible de todo esto, es que ya no es posible atribuir las desgracias a ese ángel caído que hizo del infierno su reino, sino que lamentablemente el demonio, en este siglo XXI, camina junto a nosotros. O acaso sea más preciso decir que el demonio retornó a su origen, la propia humanidad.
Como de costumbre, los invito a seguir este tema en el ciclo de proyección de películas que tiene lugar todos los miércoles en la Academia Mexicana de la Historia.

Estudió la licenciatura en Economía en la Facultad de Economía-UNAM; cursó la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras-UNAM y realizó el doctorado, también en Historia, en El Colegio de México. Se desempeña como secretaría técnica y coordinadora de contenidos docentes de la Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid, A.C.