En nuestra entrega anterior (Los Demonios en la Historia – Pt. 1 | LandingMx) hablamos del bien y del mal, de sus representaciones físicas, cielo e infierno. Asimismo, dimos cuenta de la necesidad humana de encontrar explicaciones a nuestros gozos y sufrimientos, entendiéndolos como “bendiciones” o “castigos”; resultado de nuestra capacidad de lidiar con esos tentadores demonios que nos ponen a prueba cotidianamente.
Recordemos que esta dualidad, derivada del ciclo natural de nuestra existencia, es decir, vida/muerte, no es otra cosa que una construcción e invención que permite dotar de equilibrio a las relaciones humanas, o sea, a la vida en comunidad. Si no tenemos una referencia positiva o negativa, ¿cómo discernir nuestra toma de decisiones?, ¿cómo saber si el destino que nos espera al trascender de esta vida será placentero o tortuoso?
Siguiendo con nuestro propósito de observar al demonio desde la historia, hagamos alusión a ese momento en que Lucifer, Satanás, Belcebú, Asmodeo u Old Horny se posiciona como el ser maligno por excelencia, el autor de todos los males y desgracias posibles; ese enemigo común a vencer que será el sustento de guerras, conquistas, torturas y sistemas de poder (pues no debemos olvidar que la religión y la política son mancuerna).
Si tuviéramos que ofrecer una fecha, el siglo XII sería la mejor respuesta. ¿Por qué? Como de costumbre, hagamos un pequeño viaje al pasado y elijamos como punto de partida el año 393, es decir, el Concilio de Hipona. En esta reunión, fue cuando se decidió la integración de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Hemos dicho ya que el Dios que aparece en cada uno de estos corpus es diametralmente distinto.
En el Antiguo Testamento tenemos a ese Dios iracundo, terrible y vengativo, dispuesto a permitir los peores sufrimientos con el simple propósito de confirmar su poder. En un contexto así el demonio se desdibuja, no es posible dotar de características más brutales a otro ser. Esto tenía una explicación: el mundo de entonces era violento y bastante cruel.
Estamos en los años del tránsito de la Edad Antigua a la Edad Media. El mundo es, literal, una torre de Babel: distintas lenguas, tradiciones, creencias y prácticas. Se trata de una sociedad que a través de la oralidad trasmite ritos y cultos paganos, el politeísmo fue fundamental en esas civilizaciones. Los grandes imperios de la antigüedad no dudaban en expandir su poder mediante cruentas y sanguinarias batallas en donde la brutalidad que muestra ese temible Dios era la misma que existía en la realidad.
Por su parte, la Edad Media necesitó una nueva figura o, mejor dicho, la expansión de Occidente utilizó al demonio para asegurar su progresión. La estructura jerárquica feudal y las relaciones de vasallaje requerían de un sustento: ¿para qué y de quién buscaban protección los siervos? Justamente de los demonios.
El Nuevo Testamento supuso una base teológica renovada: un Dios piadoso, compasivo y benevolente. Bajo este supuesto el demonio pudo convertirse, entonces, en esa entidad terrible y obsesiva de fines de la Edad Media.
Ángeles y demonios
En el segundo Concilio de Nicea (787) se reconoció la existencia de los ángeles y los demonios, mientras que en el cuarto Concilio de Letrán (1215) se aclaró que aquellos eran de dos tipos: “buenos” y “malos”. En este último Concilio también fue impuesta la obligación de la confesión anual, o sea, la posibilidad de redimir las almas por la vía del arrepentimiento.
Acaso importe mencionar, aquella relación religión/política, en Letrán también se revisó la legislación concerniente al tema de los impedimentos matrimoniales, es decir, se aseguró la endogamia y sucesión de los señores de la tierra, rebajando al cuarto grado de consanguinidad la prohibición de contraer nupcias.
La defensa de la fe
Fue gracias a la identificación unificada de un enemigo común a vencer que los imperios del Medioevo tuvieron un extraordinario argumento para su expansión: la defensa de la fe. Esto resulta de algún interés si pensamos en la Conquista del Nuevo Mundo. Más aún, las instituciones eclesiásticas sufrieron un auge sin precedentes como las órdenes religiosas, el Tribunal del Santo Oficio, colegios, monasterios, iglesias catedrales.
Todo un ejército de la fe para combatir a esas 1,111 legiones de 6,666 demonios; esto según el cálculo del médico Jean Wier (siglo XVI). El discurso visual ayudó en todo este proceso. En la arquitectura, la pintura, el arte y las letras se construyó una imagen terrorífica del Señor de los Infiernos. El purgatorio también hizo su aparición en el mencionado siglo XII, y esto incentivó la confesión, las dádivas al clero y la circulación de las bulas, pues resultaban atractivos los “bonos” que reducían la estancia en las llamas del fuego purificador.
A media noche los jesuitas recorrían las calles y, con su característico histrionismo, invitaban a los moradores de las ciudades y las villas a pensar en la muerte, y más que en ella en el infierno, en los demonios que los habían tentado durante el día. También recordaban la posibilidad del perdón mediante el arrepentimiento y, por qué no, acompañado de un obsequio material, acaso alguna hacienda que quisieran regalar a la Compañía de Jesús.
De ahí, los problemas derivados de la acumulación de riquezas por parte de algunos sectores de la Iglesia y el debate al interior de la misma pero de eso hablaremos en nuestra tercera y última entrega de esta serie. Por ahora, sea suficiente concluir que el demonio aseguró que las sociedades medievales vivieran preocupadas por su destino en el “más allá”, ya fuera en esa extensión de la vida que podía significar la gloria en el cielo o el eterno martirio descrito detalladamente por el florentino Dante.
Como ya es costumbre, los invito a adentrarnos en el tema de los demonios asistiendo al ciclo de proyección de películas que inicia mañana miércoles en la Academia Mexicana de la Historia.