Primero fue la visita individualizada del presidente salvadoreño, Nayib Bukele a su homólogo mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el 20 de junio a la zona chiapaneca para “dar inicio” a las primeras acciones de apoyo del país norteamericano a sus contrapartes centroamericanas, enmarcados en una doble acción estratégica: evitar la migración forzada y “recuperar” el liderazgo regional. Semanas después, a finales de julio, Juan Orlando Hernández (JOH), presidente hondureño visita tierras “aztecas” a fin de “sintonizar” con los planes liderados por AMLO y la Comisión Económica para América Latina (Cepal), tendientes a la implementación del “Plan de desarrollo integral del sur de México y Centroamérica”, mediante programas complementarios.
Una de las debilidades estructurales para la integración efectiva de los países centroamericanos se observa en el contexto de estas visitas, pues prevalece la gestión particularizada sobre los intereses comunes-como estos a la región-.
Aquí cabe mencionar que el mandatario salvadoreño ha magnificado en reiteradas ocasiones su retórica, teórico-práctica, hacia su vecino hondureño, dejando entrever sus diferencias de apreciación en relación con las cuestionadas elecciones que le “permitieron” al “catracho” repetir en el cargo.
La falta de “armonía” en el desarrollo de las relaciones binacionales entre estos dos países, que adolecen de problemas estructurales y enfrentan desafíos comunes, amerita la reinvención, así como la activación de políticas diplomático-comerciales a lo interno de las dos naciones, adscritas a las cláusulas del derecho internacional, mismas que “deben” prevalecer sobre las subjetividades individualizadas.
El éxito de programas como este, con miras al 2030, dependerá en gran medida de la capacidad de un diálogo inclusivo y regionalizado, en donde prime el desapego a la sobreprotección de las soberanías y predomine una visión de conjunto (triangulo norte centroamericano y México, como arquitectos en el diseño y construcción de corredores sostenibles para fomentar el desarrollo socioeconómico desde sus orígenes).
Por otra parte, el papel asumido por México, ubicando la mirada en las zonas centroamericanas deprimidas, en donde generalmente tiene su génesis el éxodo migratorio, aun con la indiferencia de la administración Trumpista, es un aliciente tendiente a construir puentes en la consecución de estándares dignos de humanidad en medio de tensiones político-comerciales y del “ensordecedor ruido xenofóbico” que se propaga como “reguero de pólvora” desde los centros de prensa del orbe, forma parte del debate cibernético-muchas veces promovido por rumores y noticias falsas-; pero, que se torna dura en los propios espacios en donde convergen un crisol de culturas (llámese países en tránsito, como naciones de destino).
En los últimos días, Graziano Da Silva, director general del Fondo para la Agricultura y la Alimentación (FAO-Naciones Unidas), remarca algo que ha sido invisibilizado-a propósito, o por falta en la implementación de estrategias desarrollistas- la necesidad de potenciar el desarrollo rural y la seguridad alimentaria en la región como elementos disuasivos de la emigración.
Creo que, además, para “empujar” los procesos de cambio, en recientes conversaciones con representantes de la región, el funcionario ha señalado la necesidad de dos cambios conductuales culturales: Voluntad política de los gobernantes para hacer los cambios; y, participación social organizada (para gestionar un ejercicio efectivo de los derechos humanos).
Posdata: Es innegable que la iniciativa de contención de los efectos del cambio climático y que genera desde entonces una suerte de “migrantes climáticos”, forma parte central de estas iniciativas impulsadas en el Triángulo Norte por México. Como ejemplo de ello, es la activación en ejecución de los programas: Plan Integral Sembrando Viday Jóvenes Construyendo el Futuro.
