Sin duda, nuestro país es referente obligado cuando se habla de los ritos, folklore y prácticas alusivas a la muerte. Seguramente algún amigo o familiar avecindado en otro país nos ha mirado, con dejo de intriga y curiosidad, cuando detallamos nuestras creencias y celebraciones para con los muertos.
Qué decir de esa cinta animada que en recientes fechas ha arrasado en taquillas dando cuenta de nuestras tradiciones; tema del todo socorrido desde hace muchos ayeres como escenario o adorno en múltiples producciones de Hollywood. Se trata de una festividad que es patrimonio de la humanidad y para comprobarlo es suficiente ir a cualquier campo santo los primeros días de noviembre.
Pero más allá de representaciones, colores, olores, sabores e incluso el morbo, la muerte tiene un largo pasado que incluye a nuestras civilizaciones originarias. No debemos olvidar que, en contraste con el pensamiento cristiano, para nosotros era la forma de morir la que condicionaba nuestro destino en el Mictlán (del náhuatl, el lugar de los muertos) y vale decir también que nuestro inframundo distaba mucho de ser ese lugar de fuego y llamas eternas, plagado de demonios verdugos.
El inframundo era acuático para muchas de nuestras culturas prehispánicas, como por ejemplo para los olmecas.
Como es de imaginarnos, el arribo de los conquistadores trastocó por completo nuestro sistema de creencias. El nuevo Dios que traían los frailes era muy distinto, lo mismo que el infierno y los cánones de comportamiento. Ahora ya no era la forma de morir sino la de vivir la que nos condenaría. La dualidad vida/muerte tuvo que adaptarse nutriéndose de la nueva religión, dando origen a un sinnúmero de expresiones sincréticas, religiosidad popular diríamos hoy en día.
Pero independientemente de la cultura, la muerte siempre resultará un desafío. No sabemos qué nos espera, no sabemos cuándo llegará, menos la forma en que lo hará, pero al final del día lo único certero es un destino que todos compartimos y algún día ocurrirá.
Como lo desconocido siempre resulta atractivo a lo largo de los siglos la forma de enfrentarnos a la muerte ha cambiado. Por ejemplo, ya muy pocos formamos parte de alguna cofradía para pagar misas por nuestras almas y así reducir la estancia en el purgatorio. Hoy, nos resultaría del todo desagradable mandar a hacer un retrato una vez muertos, el que por cierto, dejamos pagado y sancionado en nuestro testamento.
Qué decir si lo excomulgaban a uno, en tal caso no habría lugar para el entierro, pues los panteones civiles son muy jóvenes en la larga cronología de nuestra historia y antes de ellos el lugar destinado al descanso era el interior de las iglesias. No podemos olvidar el caso icónico de Valentín Gómez Farías, quien tuvo que ser enterrado en la huerta de su casa de Mixcoac, pues la Iglesia le negó la “santa sepultura”.
Incluso podríamos hablar de un retorno a nuestras prácticas, pues los zapotecas solían enterrar a sus muertos al lado de la casa de los vivos y en la actualidad es común que algún familiar o ser querido, descanse en una pequeña urna, que bien sirve de adorno, en algún librero de nuestra casa. La convivencia, pues, que mantenemos con la muerte nos resulta del todo natural. Por eso en cada hogar que se precie ser mexicano hay una ofrenda, más grande o más pequeña, que año con año espera la llegada de esos seres amados que partieron antes de tiempo.
Papel picado, calaveras de azúcar y chocolate, catrinas, calaveras literarias, veladas en cementerios, todo esto da contexto a nuestras creencias y su origen es tan milenario como nuestras culturas; las mismas que impactaron a los conquistadores tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.
De la muerte podemos hablar muchísimo más y es por ello que los invito al ciclo de conferencias “Prácticas y ritos en torno a la muerte”, que en esta edición estará dedicado al siglo XIX. La cita será todos los jueves de noviembre, en punto de las 17 hrs., en la sede de la Academia Mexicana de la Historia.
Estudió la licenciatura en Economía en la Facultad de Economía-UNAM; cursó la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras-UNAM y realizó el doctorado, también en Historia, en El Colegio de México. Se desempeña como secretaría técnica y coordinadora de contenidos docentes de la Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid, A.C.