Confieso que no soy afecta a las efemérides, no porque no sean importantes, claro que lo son; si no me creen, pregúntenle a cualquier madre cuándo fue que su hijo dio el primer paso o cuándo fue que articuló la primera palabra. Lo mismo sucede con nuestra historia, cada día podríamos o, mejor dicho, deberíamos recordar algo. Empero, las efemérides se desprenden de un “calendario oficial” diseñado por las personas en el poder. De hecho resulta un muy interesante ejercicio el hacer un seguimiento de las fechas elegidas a lo largo del tiempo, observaremos que cambian, se adecuan, atienden necesidades y objetivos concretos. Sumado a esto, más allá de la importancia de la fecha por el hecho del que da cuenta, creo que las efemérides, en nuestros días, sólo sirven de excusa para lograr un día de asueto; se han corrompido, se ha olvidado la trascendencia de la memoria y eso, en lo personal, me enfada y me lastima y eso pasa con la efeméride de la Revolución Mexicana.
Pero no puedo guardar silencio ante un aniversario más de nuestra gesta revolucionaria que, sin duda, junto con la Independencia integra una suerte de binomio patrio en el concierto de las conmemoraciones. No tengo mucho espacio para hablar aquí de los festejos que, por causa de estos dos hitos, se enarbolaron en 2010; pero digamos que aquel Bicentenario y Centenario son prueba de la importancia de ambos sucesos en la memoria del pueblo mexicano. Y, hablando de memoria, hago otra confesión, me encantaría salir a la calle y preguntar qué significa la Revolución para nosotros, los de a pie, no los intelectuales, no los estudiosos, no los funcionarios, sino para el pueblo. Seguramente nos sorprenderíamos de los resultados que arrojaría este ejercicio, en sentido negativo y positivo.
Al hablar de Revolución, lo primero que me viene a la mente es el texto “La Crisis de México”, publicado en los Cuadernos Americanos en abril de 1947. El autor fue don Daniel Cosío Villegas y, de la forma más honesta que existe, dijo: “las metas de la Revolución se han agotado, al grado de que el término mismo de revolución carece ya de sentido. Y, como de costumbre, los grupos políticos oficiales continúan obrando guiados por los fines más inmediatos”. Estamos hablando de 1947 y esa declaración abrió una herida que no había cerrado, que por momentos aún sangraba y dolía. La causa de esa lesión abierta era la desilusión, la decepción, la frustración, la impotencia, la traición. También por estos sentimientos es que no podía callar ante lo que significa el 20 de noviembre. Las palabras de Cosío y los sentires que provoca me parecen, pues, del todo vigentes.
¿Qué es la Revolución? Como historiadora que soy, mi respuesta correcta debería rezar más o menos así. La Revolución supone un gran conjunto de componentes, espacios, intensidades y tiempos que transcurren entre 1910 y 1940. El detonante fue político, la reelección de Porfirio Díaz, y luego fluyeron las demandas agrarias, laborales, culturales e incluso clericales. Un primer momento de materialización de los ideales fue la promulgación de la Constitución de 1917 y la conclusión llegó con Lázaro Cárdenas; quien llevó a sus últimas consecuencias lo sancionado en la Carta Magna. Este proceso supuso la participación de todos los sectores y también dio origen a los caudillos. A más de esto, bien podría yo agregar, hubo quienes se favorecieron del hecho e hicieron de él ese momento fundacional del partido político por excelencia en el poder.
Ahora bien, por la parte del los estudios, debo decir que la historiografía de este momento tiene, por lo menos, tres etapas. Una testimonial, en la que los propios actores dan cuenta de su experiencia (1911-1940); otra no profesional, en la que diversos intelectuales, estudiosos y hasta funcionarios ofrecen en su versión una suerte de reivindicación al movimiento (1950-1960); y una última, llamada revisionista, en la que los historiadores profesionales, de manera científica, intentan ofrecer luces sobre este hecho, despojados de intereses políticos que amaguen sus conclusiones (1970-a la fecha). Esta, pues, sería mi respuesta, que no así mi sentir.
Como ya dije, el texto de Cosío Villegas me sigue doliendo, pues más allá de los logros, que claro que existen, aún tenemos muchas deudas con el movimiento. Hay voces anónimas que siguen sin ser escuchadas, hay sectores que siguen sin ser estudiados, como la clase empresarial o los intelectuales, hay mucho aún que decir sobre los propios caudillos; como lo es siempre cuando del estudio del pasado se trata, estamos hablando de una memoria en permanente estudio y construcción.
Pero, aunque suene yo pesimista, pienso, por ejemplo, en el detonante mismo de la Revolución: “sufragio efectivo, no reelección”. Cómo entender esto cuando los cargos legislativos se reciclan constantemente y, por ello, elección tras elección siguen los mismos personajes ocupando curules; pero ahora en distintas cámaras, representando a otros distritos o hasta vistiendo otros colores partidistas. Hablo de esos políticos “chapulín”. Cómo rememorar esta fecha sin que esto duela, incluso enfurezca.
Otro ejemplo: nuestro campo; ese abandonado, ese empobrecido, ese que prefiere perder la cosecha pues no es rentable levantarla y que termina vendiendo, de manera ilegal, la propiedad ejidal y emigrando a la ciudad para emplearse o para terminar pidiendo algún socorro a la población. Pienso en los obreros, muchos ya del todo desprotegidos, con contratos anuales, sin seguridad social y ganando el salario mínimo. ¿Por qué? Pues porque ese Estado corporativista, ese que se apropio de la Revolución, primero les dio sindicatos, les concedió favores, luego la negociación se tensó, los líderes sindicales se enriquecieron, abandonaron a sus compañeros y cuando el costo de esos sectores fue impagable se acabaron los sindicatos; y con suerte algún dirigente fue a parar a prisión, aunque muchos siguen haciendo gala de su vida inmoral de lujos en un país que tiene tantas necesidades.
Por esto, y por muchas otras cosas más en las que no puedo ahondar pues ya he rebasado los caracteres, es que me duele tanto hablar de la Revolución. Los logros en efecto se pueden enlistar, pero la agenda social e institucional pendiente sigue ahí, doliente y sangrante. No es culpa de nuestros bisabuelos o abuelos, muchos de ellos acaso formaron parte de los más de 14 millones que, en su momento, no se unieron a la lucha. Debemos aceptar, por más doloroso que sea, que las deudas con la Revolución son responsabilidad nuestra. ¿Hasta cuándo, qué nos falta ver, qué tiene que pasar, cuándo asumiremos la culpa, cuándo nos ocuparemos en la solución de los problemas, cuándo exigiremos un cambio?
Esta vez no los invito a la Academia Mexicana de la Historia, los invito a la reflexión, a un ejercicio de conciencia. Si a ustedes les duele, como a mí, entonces es tiempo de levantar la voz; es tiempo de exigir a nuestras autoridades que trabajen y que rindan cuentas; es tiempo de unirnos por causas comunes y dejar de llamarnos “mochos”, “chairos”, “comedespensas”, “vendepatrias”; somos mexicanos, seamos revolucionarios, reivindiquemos al movimiento y pongámonos en acción. Hagámosle, pues, honor a los ideales de nuestra Revolución y rindamos tributo a nuestros antepasados que no vacilaron en dar su vida a cambio de un futuro mejor.