Texto originalmente publicado en pedestre.cl
Mi primer viaje a la Ciudad de México fue en 2006, cuando vine con un grupo de estudiantes del MIT, donde cursaba la maestría en planeación urbana. Aquella vez, en el lapso de una semana a dos de mis compañeras las manosearon mientras viajaban en transporte público, a una en el Metro, a otra en el Metrobús. Usos y costumbres, nos explicaron.
A nivel mundial, el sistema de transporte público de la Ciudad de México es uno de los más peligrosos para las mujeres. Al menos eso dice un estudio publicado por Thomson Reuters en 2014 que analizó la percepción de seguridad de usuarias de sistemas de 16 grandes ciudades. Vergüenza regional: el estudio señala que los tres primeros puestos del ranking son ocupados por metrópolis latinoamericanas: Bogotá en el primer lugar, mientras las medallas de plata y bronce van para Ciudad de México y Lima.
Los fríos números espantan: de acuerdo con un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, el 82% de las usuarias del Metro de la Ciudad de México alguna vez han sido acosadas arriba del tren o en la estación. El 59% de las usuarias señala que alguna vez han sido manoseadas mientras viajan o esperan el tren. A su vez, el 13% indica que al menos una vez ha visto un hombre masturbarse frente a ellas mientras viajan.
Para evitar el acoso, el 45% señala que cambia su manera de vestir al momento de viajar en Metro, mientras una de cada cuatro indica que porta objetos para defenderse de posibles ataques mientras viaja. Pocas veces la violencia es denunciada, ya sea porque el trámite es considerado una pérdida de tiempo, por temor a represalias, o por el miedo a ser víctimas de un nuevo acoso, esta vez por parte de la policía.
Para enfrentar el problema, las autoridades de la Ciudad de México implementaron un sistema de segregación de pasajeros, que destina los tres primeros vagones de cada tren de Metro a mujeres, niños, adultos mayores y personas con discapacidad. En algunas estaciones hay pasillos y escalas diferenciadas.
En el sistema BRT Metrobús, la primera mitad de los buses articulados está reservada para usuarios vulnerables. También hay buses exclusivos para mujeres (servicio Atenea) y uno que otro taxi rosa, conducido por y para mujeres. ¿Funciona la medida? El mismo estudio del BID indica que sí, al menos en el corto plazo. Desde su implementación, las agresiones a mujeres en vagones, buses y estaciones han disminuido drásticamente.
Al hablar con usuarias, la percepción se confirma: se sienten mucho más seguras viajando en servicios segregados. Si el estudio de Thomson Reuters se hiciera hoy, probablemente la Ciudad de México saldría mejor parada que hace cuatro años.
Sin embargo, es válido preguntarse si es saludable mantener este tipo de medidas en el largo plazo. Mal que mal, apuntan a los efectos de la violencia contra la mujer en el transporte público, pero no a sus causas.
En gran medida, la segregación lleva a la normalidad una situación en extremo anómala: perpetúa un ambiente de violencia que obliga a la separación física de las personas. Eso en cualquier ciudad es reflejo de una sociedad profundamente enferma. En este sentido, la segregación en vehículos y estaciones es una buena medida de urgencia, que resulta efectiva a la hora de proteger a las mujeres, pero cuyo mantenimiento en el tiempo consolida un estado de permanente agresión.
La segregación no puede convertirse en una nueva normalidad: de momento, las medidas de largo plazo -educación, justicia efectiva- no se divisan en el horizonte.