Al siguiente día, la luz tenue del sol que se filtraba entre las ramas del árbol del patio frontal, hacía sentir en mi cara el calor de la mañana. Con la cabeza y el corazón más calmos sonreí al despertar, con la sensación, después de dormir; con la que uno amanece al saber las tareas cumplidas. No fue, sino hasta que volteé a la mesita de noche, donde mi amuleto de médico descansaba, que recordé todo, y de pronto el sol se convirtió en arma torturadora y el cuerpo comenzó a no querer moverse.
Poco a poco comencé a recordar mi resolución de no mezclar el placer con los negocios, a reconocer que uno no le puede caer bien a todo el mundo y aun así debe intentar llevarse bien con todos. ¡Eso era!… pero ¿qué significaba «llevarse bien»?
Mientras me lavaba los dientes frente al espejo pensaba que en la realidad no es tan simple como en las telenovelas; no existe el bueno y el malo del cuento, más bien uno hace y no hace cosas que dependiendo los intereses y la forma de pensar de cada quien pueden parecer convenientes o no, deseables o no, buenos o no. Así, recordé el viejo dicho de mi abuela: “tamalera con tamalera no se pueden ver” y vaya que ella lo sabía, pues vender tamales la salvó de morir en la pobreza con toda su descendencia.
Entonces, dado que aparentemente no sabría los motivos del disgusto del doctor, comencé a desmenuzar lo más que puede de lo que pará mí se había vuelto ya un acertijo… Llegué a la conclusión de que bastaría ser cordial y respetuoso, ético e impecable en el actuar… o lo mejor que se pudiera al menos.
Había transcurrido casi toda la rutina de la mañana con ese pensar, cuando me di cuenta que era hora de salir o llegaría tarde a la cita de las 10:30 hrs. Una cita conseguida con tanta dificultad no valía la pena perderla por una opinión desfavorable. Comencé a repasar la cuenta usual previa a salir de casa: llaves, dinero, reloj, lentes… y de pronto, la vista fija en la esquina, ahí descansaría inclinado el portaplanos… un breve escalofrío recorrió desde la punta de mis dedos, que se apresuraron a tomar el objeto, hasta detrás de cuello donde comienza la nuca ¡Cómo había podido olvidar el portaplanos!
Rápidamente hice memoria sobre la tarde previa, la impresión del doctor sobre mi ser había nublado mi pensamiento y mi actuar por completo. Seguramente ni el doctor en su desdén y con su mirada evasiva notó que lo llevaba y menos aún, que lo perdía.
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