Siempre me ha gustado la cultura, sobre todo, la simbología que conlleva El Día de Muertos.
Soy mexicana, veintiocho años y vivo en Puebla.
Mis papás no son mucho de salir pero ese día los convencí para que fuéramos todos al desfile en el Zócalo. Invitaron a una pareja de amigos para que nos acompañaran y fuera más entretenido el ambiente.
Las calles estaban repletas de personas con cámara en mano. Niños gritando, emocionados de ver zombies y vampiros. Normalmente la gente de clase media y alta olvida realmente el significado de muestras costumbres y festeja Halloween, disfrazándose de monstruos y creen que se acaba todo después de pedir dulces…
Los padres de esos niños usaban máscaras e iban asustando a todo aquel que pasaba.
El sol se metía y los carros alegóricos iban tomando lugar.
Decorados con flores de cempasúchil, velas sin encender, fotos de seres queridos ya difuntos y papel picado en los cofres.
La luna iluminaba las calaveras caminantes con piernas de palo que aventaban rosas blancas a las banquetas.
Catrinas vestidas de negro con sombreros esplendorosos, llenos de lentejuelas y piedras brillantes. Aventaban burbujas a la noche.
Mis padres y sus amigos quedaron de verse en uno de los restaurantes dentro de un portal para ver el desfile mientras saboreaban una cerveza fría.
Los dejé cenando y me fui a recorrer las calles para poder fotografiar con más libertad y más detalle.
Al avanzar, vi a unas mujeres paradas en una esquina, todas de negro, sosteniendo con ambas manos una vela encendida.
Me acerqué para dar un flashazo. El desfile aún seguía.
-Deberías poder caminar por dónde tú quisieras- escuché decir a una- sin embargo, todas sabemos que en cierta calle ninguna mujer puede pasar a ninguna hora del día.
-¿A qué se refieren? – pregunté.
-Velo tú misma.
Al segundo de haber escuchado la última palabra, una fuerza sobrenatural me arrojó a una calle con un solo poste de luz. Traté de levantarme de la banqueta pero mi instinto insistió en que me quedara quieta al ver una pandilla de niños con armas blancas.
-Aquí las mujeres no son bienvenidas- le calculé unos quince años máximo al chavito. Su burla le temblaba en los labios.
Se acercó otro de menor edad con una pistola de agua en la mano, la apuntó hacía mi cabeza y sonrió.
-Ya hemos matado a varias aquí. Tú puedes ser la siguiente.
Sentí como un liquido recorrió de mi frente hasta mis labios. Intenté cerrar los ojos pero algo me los abría totalmente y no me dejaba parpadear.
Miles de gritos se escucharon a lo lejos y se iban acercando cada vez más. Mis manos no me respondían.
A través de los pasos aparecían mujeres de todas las edades, entre ellas las que había visto anteriormente en la esquina. Todas de negro, todas con diferentes heridas. Con y sin extremidades, con y sin cabeza. Todas gritaban, todas lloraban. Todas sufrían. Todas se acercaban a mi.
Un “tú no” se escuchó como un eco y por fin pude cerrar los ojos.
Al abrirlos, me encontré nuevamente en la esquina, ya sin las mujeres. El desfile seguía. La gente cantaba, sonreía, festejaba.
Yo apretaba la correa de mi cámara con todas mis fuerzas. Sudaba frío. Temblaba.
Sentí miedo, mucho miedo…
Busco la mejor manera de darle voz al silencio. Pasé de la actuación en obras de teatro a la escritura.Me gusta fotografiar lo que la rutina esconde, escribir mis sueños para convertirlos en cuentos y componer canciones.
Colaboro en Gestión Cultural y creo fielmente que el arte es un excelente antidepresivo.