Hace más o menos 6 años, en mis primeros semestres en la carrera de artes visuales, escribí este texto. Tengo dos memorias específicas de ese tiempo: En primer lugar, que en cuanto entré a La Esmeralda, una maestra a la que quise mucho y que me enseñó mucho de dibujo y representación pictórica me dijo “Te van a echar a perder ahí”. También recuerdo que cuando llegué con mi formación más tradicional que contemporánea, un tipo me dijo que dibujar era una práctica de hace 500 años, que qué flojera seguir repitiéndose.
No creo que el dibujo se repita nunca. Es cierto que hay maneras de estancarse, como en todas las prácticas, hay lugares comunes donde uno se siente seguro. Fórmulas que, si se repiten lo suficiente, pueden comerse el estilo y transformar la mano en una máquina de calcas. Personalmente, creo que hay que dejarse morir un poco para encontrar otras formas de representar pero nunca abandonar la calidad de línea personal.
Yo dejé de dibujar 3 años durante mi formación artística universitaria. El último semestre lo único que me hizo sentido de nuevo (y que me dió calma) fue dibujar. Hice una serie de 50 dibujos eróticos que regalé después, porque cada quien tiene maneras de quemar sus calcas. Hoy me reencuentro con este texto, que escribí con imágenes muy claras de un sueño de entonces, y que hoy me hace pensar en cuántas manos derechas distintas he tenido ya.
Dicen que los grandes artistas son camaleónicos. Yo, toda proporción guardada, se que por lo menos, no he tenido la misma mano dos veces.
No podía dejar de ver mi mano derecha. Casi no la sentía, pero podía ver cómo, últimamente, ella había decidido autodestruirse. La verdad es que la culpa fue toda mía, supongo que nunca estuve a la altura de sus expectativas. Lo primero que hizo fue hacer cosas a mis espaldas. Sacaba créditos por cantidades absurdas por la compra de objetos inútiles de los que yo me enteraba hasta fin de mes, cuando había que saldar las cuentas.
A veces se iba por la noche, como con culpa, y al día siguiente tenía que recogerla camino al trabajo, porque siempre procuraba terminar tirada en algún lugar por donde sabía que yo pasaría a la mañana. Luego tuvo un periodo de inestabilidad emocional muy fuerte. Se puso neurótica y melancólica.
Escribía toda la noche, a veces sin parar. Llegó al punto de amarrarse la pluma, y no paraba, día y noche. Naturalmente, nunca me mostraba sus escritos. Lo más penoso de todo este proceso fue que por mucho tiempo no podía saludar normalmente a los demás porque mi mano, -si se encontraba en ese momento- hacía algún gesto grosero o un ademán de burla exagerada, por lo que me tuve que acostumbrar a inclinarme al presentarme, con la excusa estúpida de que había vuelto hacía poco de Japón y me había quedado la costumbre.
El asunto es que la pobre tocó fondo. Un día la encontré abajo de una banca, entre periódicos, oliendo a thínner y con sangre que no era mía. A partir de entonces no me ha dejado, pero se llenó de póstulas y llagas que no curan con nada. Mañana la dejaré en un cajón oculto de la casa sin que se dé cuenta. La verdad es que he estado saliendo con otra mano.
La primera parte de esta serie la puedes encontrar aquí.
Emiliana Perdomo (Ciudad de México, 1990) creció queriendo ser cosmonauta y estudió artes visuales en La Esmeralda e Historia en la UNAM. Fue locutora 5 años en NOFM Radio y hoy día considera al dibujo como la mejor herramienta de exploración a cualquier universo. Pertenece al Colectivo Descompás de experimentación sonora.